Un Viaje Lunar. Parte II

moriwoki

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El ralentí de las ciento seis pulgadas calla, y de inmediato descabalgo de aquella espectacular limusina sobre dos ruedas. Puedo sentir entonces el impacto de sus incrédulas miradas clavándose sobre mi espalda mientras me desenfundo los guantes de las manos y el casco de la cabeza. Pero al girarme y echar los primeros pasos hacia ellos, puedo apreciar cómo apartan sus ojos de mi frente, cohibidos por la aparición de la gigantesca criatura alienígena, que debía representar para ellos; tal vez una figura espectral que acababa de descabalgar de su dragón blanco*. Antes de alcanzar su altura y el umbral de la entrada, se apartan dejando espacio sobrado para mi paso mientras lo escoltan con las manos al resguardo de los bolsillos y el pitillo prendiendo de unos labios que dejan escapar tibias bocanadas de humo.

Al entrar, el camarero permanece aún aturdido por el impacto de mi llegada. Me mira atónito y tal vez temeroso mientras mantiene las manos bajo la barra, sugiriendo en mi imaginación el tópico personaje de western representando al tabernero del saloom que agarra receloso su whinchester escondido para sentirse seguro ante la entrada de un forastero de aspecto hostil, como todos los forasteros de esas películas. Me acerco hasta él y me mira con una recelosa extrañeza, como si esperase que un servidor le fuese a hablar en alguna lengua galáctica.

-Un café, por favor –le digo en tono cercano. Y parece aliviarse con un suspiro.

Al abandonar aquel reconfortante asteroide, Whis you were here me envuelve con el sonido cuadrafónico de la nave y alcanza mi espíritu como una droga sicodélica para llevarme con ella, para evadirme. Whis You Were Here: no sé realmente quién deseo que esté conmigo en este momento, pero desde luego alguien que me transmita una auténtica caldera de calor cuando la vacía crudeza de la madrugada alcanza su cénit:

Nueve grados bajo cero.

Es imposible que haga más frío, porque el alba comienza ya a rasgar el gélido cielo con un tímido resplandor. Sin embargo y a pesar de que esto represente un signo de esperanza, el fuego helado de la congelación arrecia sobre los dedos de mis manos –los de los pies hace ya horas que no los siento-. Los relevos de las manos sobre los puños y bajo el refugio aumentan su cadencia hasta que llega un momento en el que se hace imposible soportar a cada mano más de un minuto expuesta a ese castigo. El intercambio se hace con un intervalo cada vez más corto, tan corto que se antoja como un ridículo juego infantil. Es entonces cuando llega la drástica solución, la definitiva y también censurable, desde luego y desde el confortable calor del hogar leyendo estas líneas por las mentes políticamente correctas, las más ortodoxas, por no decir obtusas. Siempre se ha dicho, y así es, que la moto se conduce con todo el cuerpo. ¿Qué razón pues, es la que me impide hacerlo sobre una amplia autovía conocida con el setenta por ciento de mis recursos?

Y así es como cubro, a ciento y pico de marcador y con las manos reconfortadas por el calor del refugio, otro centenar de kilómetros hasta darme cuenta en el reloj de la nave de que llagaré con tiempo sobrado a mi cita digital y de que puedo permitirme, además, otra parada para ver salir el sol acompañado por un segundo café mientras extiendo mi libreta sobre una barra de bar y deslizo mi pluma sobre el papel para escribiros estas líneas conteniendo mi efímera aventura.

Cuando vuelvo a arrancar, el termómetro marca un reconfortante término medio, ni frío ni calor, y lo siento después en marcha como una bendición. No digo ya el entrañable encuentro con todos los camaradas y el almuerzo valenciano en cuadrilla. Una pura delicia que sin duda compensa tanta penuria.

El viaje de vuelta, soleado y con cinco grados de media sobre cero, representa una verdadera travesía primaveral.

*La Historia Interminable

Tomás Pérez
 
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